A continuación tenemos la partida de Zupe que ha jugado a Ronin.
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Por último, recordamos que las bases la podéis encontrar aquí.
Introducción
La historia trata de Kaoru, una luchadora que de pronto se ve desposeída de su honor y debe vagar sin rumbo, va encontrándose diversos enemigos hasta encontrar al villano final con el que se enfrenta (que resulta ser alguien muy importante de su pasado).
Partida
Mi nombre es Kaoru. Soy una Ronin, y esta es mi historia.
Desde que mi familia se estableció en estas tierras, fueron vasallos de los señores del clan Kaeru. Cuando tenía quince años, el jefe de armas del clan me vio luchar en la calle con los niños y niñas del vecindario, y decidieron que me formaría como samurai en el palacio de nuestro señor.
Durante cinco años serví al clan Kaeru como Samurai. Con mi naginata era capaz de entrenar con el Daimio de igual a igual, y mis hermanos y hermanas de armas apreciaban mi valor y mi destreza en combate.
Pero nuestro señor velaba más por el cuidado de sus guerreros Ninja en el frente de guerra, mientras daba la espalda a las familias de sus vasallos. Familias como la mía, que seguían trabajando de sol a sol para garantizar que a nadie en el palacio le faltara ningún alimento, mientras que ellos prácticamente tenían lo justo para sobrevivir.
En el palacio, mi rutina de entrenamiento, caligrafía y meditación me alejaba de las preocupaciones de mi gente. Y así no vi venir la revuelta, ni pude disuadir a mis padres de que la encabezaran.
Me sorprendió el griterío a las afueras de los barracones de madrugada. Un oficial, de rango superior al mío, avanzaba con una antorcha hacia un grupo de rebeldes entre los que reconocí a mis padres, aún vestidos con sus ropas de dormir. Mi madre lloraba, pero su llanto era de rabia. Sin poder evitarlo, el grito salió de mi boca, “¡Madre!” El oficial se volvió hacia mí, trató de detenerme empuñando la antorcha para cortarme el paso, pero no me detuvo. Ni siquiera sentí el mordisco del fuego envolviendo mi brazo izquierdo.
Lo siguiente que recuerdo fue despertar en una celda, con una túnica sencilla a la que le habían quitado una manga que habían reutilizado para vendar mi brazo, ahora cubierto por una horrible cicatriz a medio curar.. Mi padre, cabizbajo, me miró desde la celda de enfrente. Mi madre dormía en su regazo. Los guardias, cuando me vieron despertar, abrieron la puerta y a empujones, me obligaron a salir de la celda. El Daimio había intercedido por mí para evitar mi muerte, pero me empujaba a una vida errante, lejos de mi familia y mi hogar.
Y así fue cómo de pronto me encontré expulsada por mi Daimio, despojada de mi rango de samurai para convertirme en una Ronin. Una vagabunda. Una paria.
Día 1
- Reputación: 0
- Compasión: 2
- Determinación: 2
El primer día en mi camino transcurrió lento, pero afortunadamente no me encontré en mi camino a ningún caminante ante quien ocultar mi vergüenza.
A media tarde llegué a la aldea vecina de Shinkotan. Algunos labriegos observaron con indiferencia mi figura sin dirigirme la palabra – por fortuna para mí. Esperé en una colina bajo un frondoso árbol desde el cual les divisaba a que abandonaran su labor y a que la oscuridad se echara sobre la aldea. Solo entonces me atreví a acercarme a las primeras casas. Encontré un granero abandonado pero en buen estado, y me colé para resguardarme del frío. Tras unos momentos de meditación, me cubrí casi por entero con mi capa y me quedé dormida.
Día 2
- Reputación: 0
- Compasión: 2
- Determinación: 3
“¿Sus ojos? ¿Dónde están sus ojos?”
Desperté con la primera luz del alba, sobresaltada por el sonido de un cencerro próximo. Con el eco aún vivo de mis pesadillas en las retinas, recogí mis escasas pertenencias, estiré un poco mis entumecidas extremidades y salí del granero después de comprobar que nadie observaba.
El viento a mí favor hizo más sencillo el camino, incluso encontré algún arbusto con frutos que comer, y un arroyo donde calmar mi sed y lavar mi rostro. Refrescada con el agua helada, retomé mi camino y a los pocos minutos vi un bulto a poca distancia, yaciendo en mitad del sendero. Miré a ambos lados, por si se trataba de una trampa, pero al no encontrar a nadie aceleré el paso. Cuando me aproximé más pude ver que se trataba de una mujer, estaba tumbada de lado y parecía haber sufrido un ataque. Un pequeño hato estaba desparramado a su lado, con aspecto de haber sido abierto y abandonado a la carrera.
Quitándome uno de mis guantes, palpé con la mano el rostro y la cabeza de la mujer, en busca de signos de vida. Unas gotas de sangre procedentes de su cabello mancharon mis dedos, pero un quejido de su boca me indicaron que al menos seguía viva. La ayudé en su intento de incorporarse lentamente, y con mi ayuda se quedó recostada en una valla del camino. Le ofrecí de mi agua, y mientras descansaba allí, traté de divisar a su atacante, pero no fui capaz de ver más que pisadas confusas que podrían pertenecer a cualquiera.
La mujer se llamaba Ichika, y tenía una edad parecida a mi madre. Era de constitución fuerte, y atlética, pero en sus ojos se notaba el miedo de quien ha recibido más de un golpe en la vida. Ella misma había caído en desgracia algunos años atrás, y deambulaba de pueblo en pueblo desde entonces. ¿Su pecado? Descubrir que el hijo de su señor era ilegítimo. Fue despojada de sus ahorros, de su hogar, de la herrería con la que se ganaba la vida y obligada a buscar sustento lejos de su tierra. Estaba acostumbrada a los asaltantes del camino, aunque en esta ocasión poco botín pudieron encontrar: le arrebataron un adorno del pelo que conservaba, recuerdo de tiempos mejores. Observé sus manos con tristeza. Temblaban de rabia al relatar su historia, y imaginé si no sería un reflejo de mí misma en el futuro.
Nos despedimos y continué mi camino al oeste. Llegué al siguiente pueblo, Yamakita, donde había cierto bullicio con los mineros que volvían a sus casas. Me adentré en las calles, buscando un templo donde orar, cuando de pronto unos gritos llamaron la atención. En un callejón, vi cómo un encapuchado amenazaba con un arma corta a un hombre de mediana edad, sujetándole contra la pared, con el arma en la garganta. Llamé la atención del atacante, que al verme desenvainó una espada corta. Traté de maniobrar con mi naginata pero el callejón era estrecho, así que el asaltante consiguió bloquear mi envite, y aprovechando mi poco espacio de maniobra, salió corriendo y saltando entre algunas cajas, perdiéndose por los tejados.
Ayudé al hombre a reponerse. Se llamaba Haruto, era herrero y aunque asustado, me dio las gracias por mi ayuda. Viendo mi cara demacrada me ofreció uno de los panes de la cesta de herramientas que se le había caído al suelo, y me indicó dónde se encontraba el templo y los aposentos del servicio donde podría guarecerme durante la noche.
Posible aliada: Ichika (Herrera)
Día 3
- Reputación: 1
- Compasión: 2
- Determinación: 3
El tañido de una campana del templo me despertó de golpe. Después de mis rezos, me dispuse a seguir con mi camino.
Apenas acababa de perder de vista las últimas casas del pueblo, cuando reparé en que el filo de mi arma se había dentado el día anterior. Lamenté no haberme dado cuenta en la herrería de Haruto, pero mi adiestramiento me había enseñado lo básico para mantener mi arma a punto. Busqué un lugar en el que sentarme y saqué una pequeña piedra con la que solía pulir la hoja, y me dispuse a dejar la naginata en el mejor estado posible. Enfrascada como estaba en mi labor no reparé hasta que fue demasiado tarde en que una figura se abalanzaba sobre mí por la espalda. Conseguí aferrarme al mango de mi arma y detener gran parte del golpe, pero mi atacante – reconocí en sus ojos al cobarde del callejón de unas horas antes – contaba con ventaja, así que mientras desviaba mi atención sobre su arma, no pude ver como su gigantesco puño golpeaba mi ojo.
Cuando desperté, lo primero en lo que reparé, pese al dolor de cabeza, es en que estaba rodeada de lana y me movía. Miré alrededor con la vista nublada a medias, y vi que me encontraba en un carro tirado por una mula, conducido por una muchacha joven. Le agradecí su ayuda, y me lo agradeció con un gesto de la mano, sin mediar palabra. No parecía poder o querer hablar, pero sí entenderme, así que le manifesté mi deseo de devolverle el favor. Ella asintió, y en silencio llegamos al siguiente pueblo, Ranshibetsu.
Condujo el carro hasta la zona del mercado, donde lo detuvo enfrente de un taller de tejidos. Me indicó con la mano que descendiera, y me señaló la lana y unas cajas, como indicándome que la ayudara. Y así hice, mientras ella entraba en el taller yo descargué el carro. Poco tiempo después salió y me sonrió al observar mi trabajo terminado. Me saludó con la cabeza y volvió a subirse al carro para seguir con su camino.
Pregunté en el telar si podía resguardarme allí, en el almacén, y la propietaria, reconociéndome de la descarga del material, me permitió quedarme, a la vez que me dejó un ungüento de hierbas para aplicarme en el golpe.
Posible aliado: Haruto (herrero)
Día 4
- Reputación: 1
- Compasión: 3
- Determinación: 0
- Herida
La luz tiene un tono rosáceo como de atardecer, y hay un griterío alegre y despreocupado de niños alrededor, aunque solo la veo a ella. De espaldas a mí, canturrea una canción infantil mientras juega con su muñeca. De pronto calla, se gira hacia mí, y veo con horror cómo donde debería haber una cara, no hay nada.
Despierto sobresaltada, y al abrir el ojo magullado más de lo normal un dolor me atraviesa el cráneo. Un niño pequeño, posiblemente hijo de mis anfitriones, se asusta de mi quejido y suelta un cubo con agua fría junto a mí para salir corriendo. Recojo mis cosas, me lavo e intento dejar el lugar donde pasé la noche lo más recogido posible. Agradezco al salir a los propietarios su hospitalidad con una reverencia, y me miran apesadumbrados. Les escucho al salir “qué desgracia…”
El día es claro, pero frío, mientras camino trato de abrigarme mejor con mi túnica, pero el viento helado se cuela por las costuras, mordiéndome la carne. Las quemaduras de mi brazo lo agradecen, pero mis músculos siguen entumecidos, y necesito estirarlos a menudo para no sentir dolor.
A mediodía, antes de llegar a una curva en el sendero, escucho varias voces, gritos de varias personas, y una carcajada cruel por encima de ellas. Al doblar la curva, puedo observar cómo un joven Samurai limpia su katana de sangre en un paño tras atacar a un anciano que se encuentra en el suelo, auxiliado por una joven también herida. Reconozco que está practicando el deleznable Tsujigiri, entrenándose sin retener su arma frente a inocentes, posiblemente por el simple anhelo de matar. Cruza su mirada con la mía, y sin desviarla, me dispongo a enarbolar mi Naginata.
Lleno de confianza, se abalanza sobre mí. Es joven, y está ebrio de poder de haber derramado sangre de sus víctimas. Y el entumecimiento de mis manos se nota, y ese maldito dolor en el ojo… Necesito emplearme a fondo para bloquearle, y aun así sólo consigo rechazar su ataque y quedar en tablas. Se aleja unos pasos de mí, observándome con sonrisa burlona. Por mi parte recojo mi postura, y trato de serenar mi respiración, tal como me enseñaron mis maestros. Adquiero posición neutra, y aguardo su nueva embestida, segura de que llegará. Y lo hace, pero esta vez su seguridad en sí mismo le juega una mala pasada, y consigo encontrar una brecha en su ataque. Cae al suelo, y con mi pie empujo su katana fuera de su alcance. Me acerco a él, la sonrisa ya ha abandonado su rostro, pero su orgullo le impide asumir una postura de sumisión. Me fijo en su rostro, es joven, demasiado, y aún necesita aprender mucho. Levanto mi arma, y cuando la bajo, golpeo con la hoja roma sobre su cabeza.
Cae, desmayado. Espero que el dolor de cabeza con el que despertará en unas horas le sirva para aprender la lección y con la oportunidad que le brindo, cambie su estilo de vida. El anciano y la muchacha me miran con incomprensión y rabia cuando paso por su lado, pero yo hoy no mancharé mis manos con su sangre.
Llego al pueblo de Shintofurano con las últimas luces de la tarde. El templo a la entrada del pueblo me parece un buen lugar en el que cobijarme, y en una de las salas de oración, después de pasar un buen rato sumida en meditación, me recuesto para pasar la noche.
Día 5
- Reputación: 2
- Compasión: 3
- Determinación: 1
- Herida
La luz tiene un tono rosáceo como de atardecer, y hay un griterío alegre y despreocupado de niños alrededor, aunque solo la veo a ella. De espaldas a mí, canturrea una canción infantil mientras juega con su muñeca. De pronto calla, se gira hacia mí, y veo con horror cómo donde debería haber una cara, no hay nada.
Con esa imagen grabada en mi cabeza retomo mis pasos. Abandono el templo y el aire me trae aromas de sal, e incluso empiezo a ver cómo algunas gaviotas surcan el aire.
A media tarde llego a Minahoma, pequeña aldea portuaria. Las pequeñas barcas de pesca están volviendo a puerto, y descargando la presa del día. Me ofrezco a ayudarles a la tarea para conseguir algo de alimento, y cuando termina mi cometido y el patrón me está pagando una moneda veo por el rabillo del ojo una figura que me resulta familiar. Ichika, la herrera, dirigiéndose con prisa hacia alguna parte. La sigo, y por un momento creo haberla perdido, pero me vuelvo a dar de bruces con ella a la salida de una hospedería.
Casi no me reconoce con mi ojo hinchado, pero una vez que lo hace puedo ver que se alegra de verme, y me invita a comer con ella. Parece ser que en estos días la fortuna le ha sonreído: ha encontrado trabajo en una herrería, forjando arpones y útiles de pesca. Dice que le he traído suerte, y me desea lo mejor para mi andadura. Reconfortada por ver que la vida parece enderezarse con gente buena, me dispongo a despedirme de ella. Antes de volver a la forja, me indica dónde puedo pasar la noche, en un refugio junto al mar, y desde ese refugio me duermo escuchando las olas rompiendo contra la roca.
Día 6, 7
- Reputación: 2
- Compasión: 3
- Determinación: 1
- Herida
Caminé un par de días más junto al mar, bordeando las montañas. Mi ojo seguía sanando, pero la visión se me nublaba a veces, posiblemente por el escaso descanso que el sueño me deparaba. Esa maldita pesadilla seguía atormentándome. Ahora veía cómo entraba en la escena un hombre de mediana edad con una katana en el cinto, del que solo veía la espalda. Pero cuando se acercaba a preguntar algo ininteligible a la niña, ese rostro vacío de expresión, de boca, de ojos… me dejaba una sensación angustiosa con la que me levantaba y no conseguía volver a dormir. Y si lo hacía, retomaba una y otra vez mi pesadilla.
En los pueblos por los que pasé intenté recuperar la paz interior con la meditación, y alcanzar el agotamiento para conseguir un sueño reparador sin pesadillas ayudando en pequeñas labores de carga de sacos de cereal, pero esa sensación de zozobra permaneció conmigo.
Día 8
- Reputación: 2
- Compasión: 4
- Determinación: 2
- Herida
Agotada por el trabajo del día anterior, tuve un sueño pesado y sin pesadillas. Al levantarme me noté descansada, y al palpar mi ojo pude notar que por fin recuperaba su aspecto normal.
Retomé el sendero, y sin incidente alguno llegué con la caída de la tarde al pueblo de Souyako. Cuando me encontraba de camino a una posada que me habían indicado, observé que dos soldados del noble y temido clan Fuyukumo, con su emblema inconfundible representando una araña, se acercaban a mí. Ambos eran jóvenes, y escudriñando sus caras percibí cierta falsa seguridad bajo su máscara de arrogancia.
Así que no me arredré, les mantuve firme la mirada, y firme la mano en mi arma. Cuando parecía que uno de ellos iba a decirme algo, levanté mi mentón con orgullo, y mecí la naginata entre mis manos. El segundo de ellos sujetó a su compañero del antebrazo, y negando con la cabeza, le instó a marcharse. Pese al conocido gusto por los conflictos del clan y su odio a los Ronin, conseguí pasar una velada tranquila.
Día 9
- Reputación: 3
- Compasión: 4
- Determinación: 2
El día siguiente amanecí serena, sintiéndome en armonía con mi entorno. Caminé a buen ritmo, inspirada por la naturaleza y esperanzada por el resurgir de los brotes que comenzaban a vislumbrarse precediendo la primavera.
Mientras subía por una suave pendiente, pude ver el pico de un tejado de un templo budista cercano a mí, me acerqué a mostrar mis respetos, y en la puerta un monje con sonrisa beatífica me sonrió. Viendo mis ropas llenas de polvo, me ofreció posada para descansar y restablecer mi paz de espíritu mediante la meditación, durante tantos días como quisiera. Tras sopesar unos momentos, acepté su generosa oferta y ocupé una de las celdas para los monjes y visitantes.
Allí estuve durante una semana completa, haciendo pequeños trabajos para la congregación, pero sobre todo sumida en una meditación que me trajo la paz. Ninguno de esos días sufrí mi pesadilla.
Al cabo de una semana, pensé encontrarme suficientemente reconciliada con mi espíritu como para proseguir con mi ruta hacia ninguna parte. Pero esa noche acudió a mis sueños, como para recordarme que no es posible la paz para mí, el espíritu de la primera persona que maté, años antes.
Era un soldado de mi mismo clan que se había rebelado contra nuestro señor. Mi maestro me había ordenado enfrentarme a él en un combate a vida o muerte, y aunque sabía que no era un combate justo, pues se encontraba agotado tras días encarcelado y sus armas eran pobres, obedecí y acabé con él. Y ahora le tenía ahí de nuevo, en esa celda, con la misma apariencia que ese día aciago para él. Me atacó con más rabia que aquel día, y guiada por mis reflejos tomé mi naginata que reposaba apoyada en la pared, justo a tiempo de bloquear su ataque, no sin esfuerzo. Los nervios se agolparon en mi garganta al haber sentido su embestida como si se hubiera materializado realmente. Pero cuando sacudí la cabeza para recuperarme, o para despertar si tal cosa era un sueño, su fantasma se disolvió ante mis ojos.
A la mañana siguiente, el mismo monje que me recibió el primer día vino a mí, y habló conmigo como si ya conociera lo que me había sucedido. Sus palabras fueron de ánimo, pero también me inspiró a aceptar mi destino de enfrentarme a mi pasado una y otra vez, pues el pasado no podía borrarse, sólo tratar de reconstruir mi futuro.
Consideré que no podía extender mi estancia allí, ya que sólo podía traerles intranquilidad con esos ecos del pasado. Me despedí de los monjes, agradecida, y partí de nuevo.
Pasé por varios pueblos en mi caminar ese día, y me detuve a pasar la noche en la aldea a la que llegué cuando ya era noche cerrada. Encontré un pequeño cobertizo abandonado a la entrada del pueblo, y me detuve allí a pernoctar, tratando de meditar para recuperar algo de paz interior.
Día 16
- Reputación: 4
- Compasión: 4
- Determinación: 3
Desperté sobresaltada, como otras noches, con ese rostro sin facciones grabado en mi mente. El día siguiente amaneció gris plomizo, como mis ánimos. Caminé sin fijarme bien hacia dónde guiaban mis pasos, y al caer la tarde, bajo un cerezo que había en una curva del sendero, volví a ver al espíritu que había aparecido la noche anterior. Me observó sin moverme mientras me acercaba. Traté de ignorarlo, pensando que quizá así desaparecería, pero cuando estaba a punto de llegar a él, interpuso su katana en mi camino, impidiéndome continuar. Me giré hacia él para mirarlo, tratando de mantener la serenidad, y en ese momento me hizo un ataque de ésos de tanteo que hacíamos durante los entrenamientos para romper el hielo en el combate. Lo rechacé con mi naginata, casi con desgana, y cuando me preparé para un segundo envite, vi que de nuevo se había volatilizado.
Un pueblo algo más grande se presentó ante mis ojos al anochecer. Paseando por sus calles, tropezó conmigo una mujer menuda que se movía apresuradamente. Me sonrió avergonzada, y se presentó como Himari. Era una sanadora, e iba apurada a curar a una anciana que se había lastimado en plena calle. Me ofrecí a ayudarla, y aunque al principio se mostró cautelosa, me miró fijamente a los ojos y pude ver cómo vio algo bueno en mí, y decidió darme la oportunidad de ser su aliada. Así que la acompañé para socorrer a aquella buena mujer.
Esa noche, dormí como un bebé.
Aliada: Himari (sanadora)
Día 17
- Reputación: 5
- Compasión: 4
- Determinación: 3
A la mañana siguiente, antes de marchar, me acerqué a la casa de Himari para despedirme de ella, y me dijo que si alguna vez mi oficio me hacía necesitar su ayuda, no dudara en acudir a ella. Reconfortada por tener una mano tendida, seguí mi camino.
En una posada a media mañana, mientras comía un almuerzo frugal, un hombre apuesto, con ropajes de siervo pero modales cuidados, se acercó a mí para decirme que su señor deseaba hablar conmigo. Sin nada que perder, decidí acompañarle, y me guió hacia un lujoso carruaje, donde su señor – que prefirió ocultar su identidad – me ofreció una bolsa llena de dinero si asesinaba a un Samurai del clan Kaeru que estaba en la aldea vecina de Iwakonai. Acepté el trato, ya que el dinero me vendría bien para mi subsistencia, y no pedí más explicaciones que saber cómo reconocer a mi enemigo y dónde recibiría el pago tras cumplir con el trabajo.
Dejé allí a mi empleador y retomé mis pasos por el sendero. De nuevo, como el día anterior, el fantasma de mi primera víctima me esperaba en mitad del camino con mirada desafiante. Y de nuevo, cuando pasé junto a él hizo un ataque casi sin ganas, aunque esta vez yo se lo devolví con fuerza, rabiosa. Mi naginata se clavó en el suelo tras atravesar su cuerpo, justo después de que se convirtiese en aire.
Cuando llegué a la aldea pesquera de Iwakonai, me tomé unos momentos de descanso antes de localizar a mi objetivo, y una vez me sentí con fuerzas renovadas fui a por él, aunque fue más bien él quien me encontró.
Día 18
- Reputación: 6
- Compasión: 4
- Determinación: 0
- Herida
No supe bien qué ocurrió, pero tras lo que supuse fue un ataque a traición, desperté cuando amanecía en una playa a las afueras de la aldea, con un severo golpe en la cabeza y (al menos tuvo honor suficiente para devolvérmela) mi arma en el suelo junto a mí.
Recogí mis pertenencias y mi maltrecha dignidad, y arrastré mis pasos hacia el interior, internándome en un sendero que transcurría por un bosque. En un pequeño claro, de pronto escuché un ruido de hojas removiéndose, y de pronto me vi rodeada de cuatro guardias de la zona. Me dijeron que andaban tras la pista de un ladrón, y que querían interrogarme al respecto, porque les parecía sospechosa.
Indignada y dolorida, me negué a tal cosa, así que empuñé mi arma para enfrentarme a ellos. El que me atacó primero lo hizo débilmente. Sin duda viendo mi caminar cansado interpretó erróneamente que podría conmigo, pero lo desarmé rápidamente de un solo golpe. Igual resultado obtuve con el segundo, aunque éste inició un golpe con más fuerza que su compañero.
Los dos guardias restantes se miraron, y el más corpulento se dirigió hacia mí. Necesité emplearme a fondo para bloquearle, pero finalmente conseguí fintarle y aproveché su propio peso en su contra, haciendo que rodara tras un feo golpe de su hombro contra el suelo.
Por fin, el último de ellos, el que parecía el jefe, esperó a mi ataque. Fui hacia él, y rechazó mi golpe. Él contraatacó, y esta vez fui yo quien bloqueó el suyo. De nuevo ataqué, tratando de derrotarle con todas mis fuerzas, pero éstas ya empezaban a flaquear y no conseguí vencerle, pero de cerca pude ver que el sudor perlaba su frente: no era yo la única en quien hacía mella el combate. Hizo un ataque más y esta vez fue el último: casi sin fuerzas lanzó su katana hacia mí siguiendo la misma trayectoria que su golpe anterior, así que pude estar prevenida y desarmarle con un golpe fuerte y seco de mi naginata. Los guardias se ayudaron entre ellos a ponerse en pie, y viendo que volvía a ponerme frente a ellos, salieron corriendo, abandonando incluso sus armas en el suelo.
Me disponía ya a seguir con mi camino cuando el fantasma de mi primera víctima aprovechó ese momento en el que me vio más débil para atacar. Pero encontró mis músculos calientes y mi instinto de lucha activado, así que despejé su ataque sin problema, antes de que de nuevo desapareciera de mi vista.
Ya era de noche cuando llegué a un pequeño poblado. Con el dolor de cabeza que persistía del día anterior, no quise avanzar más; el lavadero me pareció un sitio adecuado para descansar, y decidí pasar allí mismo la noche.
Día 19
- Reputación: 11
- Compasión: 4
- Determinación: 1
Me despertó el sonido de la lluvia golpeando el techo del lavadero. Esa noche había tratado de extender mi pesadilla de la niña sin rostro hasta el final, pero no había conseguido ver la cara del hombre, aunque me había parecido reconocer la muñeca con la que jugaba.
Con la cabeza aún sumida en el sueño, no reparé en la presencia de la figura de un Samurai en el puente que cruzaba el río al salir de la aldea. Mi oponente, con su katana desenfundada, se presentó como Fumiko, del clan Ookami. Desenvainando su katana dijo que debía a su código de honor el acabar con samurais y ronins sin honor como yo. Mientras hablaba pude ver cómo algunas cicatrices salían de debajo de su cuello, y se cubrió con sus ropas, incómoda al ver lo que había descubierto.
Traté de defenderme y buscar su empatía hablando de la situación que me había llevado a aquello, pero no me dejó hacerlo. Embistió hacia mí con rabia, pero mi hoja se hallaba preparada. Cuando nuestras armas se cruzaron, primero cayó al suelo su medallón con la efigie de un lobo, y sobre él su cuerpo sin vida, pesadamente.
Lo último que pensé fue en lo orgulloso que habría estado mi maestro en otras circunstancias, venciendo de un solo golpe al canal rival Ookami, con quien siempre se encontraban en disputas. Pero eso habría sido en otra vida que ahora quedaba muy lejos.
Casi invocado por mi recuerdo mi fantasma, apareció de la nada, esta vez sí embistiendo con fuerza. Pero no sé si inspirada por el recuerdo de mi maestro, recordé la lección en la que me instaba a aprovechar la fuerza del ataque para el bloqueo. Nos miramos a los ojos mientras la hoja de nuestras armas rechinaban sacando chispas, y de pronto, como siempre, desapareció.
En ese momento apareció un soldado, posiblemente alertado por el sonido metálico del combate, y me gritó tratando de arredrarme. Le miré fijamente, dispuesta a enfrentarme a él también si era necesario. Pero él, al ver el cuerpo sin vida de mi atacante – a quien pareció reconoce – en el suelo, pareció pensarlo mejor y apartando la mirada, me dejó marchar sin más palabras.
Continué mi camino adentrándome hacia un terreno montañoso. Cuando se hizo de noche me refugié en la aldea de Biratari. Recordaba haber oído hablar de una renombrada sanadora que residía allí, Minami. La busqué para hablar con ella, pero no pareció interesada en mí, y con un gesto de su mano huesuda rechazó mi presencia. Disgustada, me alejé de ella y busqué una cuadra donde pasar la noche acompañada por las bestias, que en ese momento me parecieron la mejor compañía posible.
Posible aliada: Minami (delgada, sanadora)
Día 20
- Reputación: 11
- Compasión: 1
- Determinación: 1
Me desperté con el toque del hocico de una cabra, justo en el momento en el que iba a ver la cara de ese hombre que se acercaba a la niña sin rostro de mi sueño. Una nana que me solía cantar mi madre aún resonaba en mis oídos. El animal se asustó con mi sobresalto y salió corriendo.
Salí de aquel pueblo por un camino pedregoso y desierto, la lluvia me siguió todo el día. En medio de esa lluvia, a primera hora de la tarde, un mercenario con rostro apagado, me recibió en mitad del camino. apuntándome con su jitte. Se presentó como Raiden, y me gritó que no tenía nada contra mí, salvo que había sido contratado por alguien llamado Kyoshi para matarme.
Traté de sacar más información, ¿quién era ese Kyoshi y qué infamia había cometido yo para que me buscara con tal fin? Mi oponente obvió mis preguntas, él solo tenía una misión y hablar no formaba parte de ella. Me atacó, y su Jitte se enredó con mi naginata, destrozando su punta ante mis ojos horrorizados, que sintieron quebrarse algo dentro también de mi alma. Me desembaracé de su Jitte de un golpe, alejándolo de él de forma que cayera por el precipicio. Con la hoja de mi arma destrozada amenacé su cuello, exigiéndole que me diera más datos de su empleador, pero fue en vano. No tenía o no quería contarme más. Cerró sus ojos durante unos segundos, como haciendo examen de conciencia. Aún sin abrirlos, confesó haber seguido una vida en la que había causado gran dolor, pero su arrepentimiento era sincero. Abrió los ojos y me instó a acabar con aquello. Así que hundí mi hoja y acabé con su vida.
Sabía que mi fantasma aprovecharía ese momento de dolor para acudir a mí, así que estaba preparada para defenderme de su ataque. Mi hoja despuntada, pese a todo, bloqueó el ataque de su katana y cuando se convirtió en una nube de polvo, la lluvia cesó, dejándome sumida en pensamientos oscuros.
Alguien quería matarme. ¿Quién era ese Kyoshi?
Por la noche llegué a una aldea de pastores. Me colé en un pequeño establo y tratando de resolver el misterio, me quedé dormida.
Día 21
- Reputación: 12
- Compasión: 0
- Determinación: 1
Ya era casi mediodía cuando desperté. Retomé mi camino por el barro formado por la lluvia del día anterior, que hizo mi paso lento y pesado, haciendo que mis pies se hundieran e impidiéndome avanzar.
En un momento en el que mis pies se hallaban prácticamente bajo el cieno y maldecía por dentro mi suerte, un bramido frente a mí me hizo incorporarme. Un oso de pelaje negro se encontraba frente a mí. Parecía joven, pero igualmente peligroso, y me había sorprendido en una posición en la que la lucha sería difícil. Opté por asustarle, cruzando los dedos para que mi estratagema surtiera efecto, y con la voz más ronca que pude reunir, grité con estruendo, mientras agitaba mi arma a un lado y a otro.
Aún no sé cómo, pero funcionó. El oso, que había empezado a incorporarse con curiosidad, se dio la vuelta y salió corriendo hacia el bosque de pinos.
El espíritu que me seguía rió a mis espaldas, burlón. En la hoja de la naginata vi su reflejo, y conseguí desarmar su ataque traicionero. Su risa se detuvo, mientras se deshacía en el aire húmedo de la tarde.
Unas horas más tarde llegué al puerto de Yahakonai. Me detuve un tiempo mirando las barcas que volvían a puerto. Encontré un pequeño cobertizo a espaldas de la lonja, y allí decidí pasar la noche.
Día 22
- Reputación: 13
- Compasión: 0
- Determinación: 2
El viento entre los tablones del cobertizo me despertó temprano. Tenía un mal presentimiento. En mi pesadilla había conseguido reconocer un adorno del pelo que llevaba esa pequeña: ese adorno del pelo que me había fabricado mi padre, y que mi madre solía utilizar cuando me peinaba. ¿Esa niña sin rostro era yo? ¿Y quién era ese hombre entonces?
Me alejé de la costa tratando de resguardarme de la ventisca. En mi camino crucé un cañaveral, donde las hojas movidas por el viento casi cubrían el camino en ocasiones. Y de pronto le vi. Mi maestro, Yukuari-sensei. Abrí los ojos como platos. Recordé su nombre de pila, el que utilizaba su esposa en la intimidad cuando era pequeña y comía en su mesa. Yukuari Kyoshi.
Empezó a gritar, fuera de sí. Él iba a ser el futuro del clan Kaeru, y yo estaba destinada a seguir sus pasos, ¿por qué había tenido que rebelarme así? ¡Tendría que haber renunciado a mi familia, según él, porque él era mi familia! Y si así lo había decidido, y no iba a ayudarle en su lucha por el poder, debía ser eliminada.
Examiné su enorme figura, que siempre me había fascinado por su tamaño, y por su inusitada (e inesperada) velocidad. Observé su rostro, desencajado por lo que ahora reconocía como locura, y reparé en su coleta, recogida en lo alto de su cabeza en un chonmage, como el hombre de mi pesadilla.
Me preparé para recibir su ataque. Pese a su avanzada edad, y a la falta de dos de sus dedos en la mano derecha, sabía que era uno de los mejores luchadores de Kenjutsu.
Traté de disuadirle, ¿por qué quería que aquello acabara así? Yo no quería enfrentarme a él, había sido como un padre para mí. Durante un segundo noté cómo su mirada cambiaba, como si reconociera algo en mí, pero rápidamente volvió a estar fuera de sí, y se abalanzó sobre mí.
Nuestras hojas chocaron con fuerza, y como suponía, su edad no le impidió bloquear mi ataque sin problemas.
Seguí intentando apelar a su conciencia. Él era mi maestro, lo había aprendido todo de él. Lo bueno y también lo malo. Él era consciente de haberme hecho lo que era, un instrumento de matar, y lamentó haberme fallado cuando apresaron a mis padres, pero la forma en la que me había rebelado, sin contar con él, le había hecho despreciarme.
No quería hablar más conmigo, y siguió atacándome. Despejé sus golpes, una, dos, tres veces… Era muy veloz, pero los años no le perdonaban, y se le empezaba a notar cansado.
Entonces, a su lado, apareció el espíritu de mi primera víctima. “Fue él, él te ordenó acabar conmigo, él es responsable de que estés condenada, y mi espíritu te vaya a perseguir hasta el fin de tus días”.
Pensé en mis padres, en si seguirían vivos. Pensé en la familia de ese antiguo compañero que ahora se presentaba a mí como un espíritu errante, tan desgraciado como yo en la otra vida, y crucé mi mirada con la mirada enloquecida de mi antiguo maestro.
No había salida. Mi destino iba a ser siempre el mismo, matar, sin honor, matar, para sobrevivir, o morir en el intento.
Con un último golpe, con esa última técnica que me había enseñado, giré sobre mí misma y clavé mi hoja en su vientre.
Mi maestro me miró, estupefacto, y por un momento pareció recuperar el sentido. Su mirada se volvió de orgullo hacia mí, y cayó desplomado al suelo.
Limpié mi hoja con su ropa, y sin querer mirar atrás, continué mi camino.